Recibí la llamada de Chicho. Acordamos vernos minutos antes de las cuatro de la tarde en el sitio indicado. Me prometió que ibamos a jugar fútbol si antes pasábamos a visitar a su enamorada, la morenita de buen porte, a su casa. Al llegar, ella nos recibió con mucha gentileza y entonces, luego de un breve saludo de pareja, Chicho me la presentó. Me saludó como si fuese un amigo lejano, íntimo, conocido de hace mucho. A continuación, ingresamos a su acogedora casa. Saludamos a sus amigos que estaban en la sala, lugar donde se me dio la orden de esperar mientras, ella y mi amigo, se dirigían a alguna de las habitaciones. Sabra Dios a que. El caso fue que trataba de disimular mi incomidad porque hacía mucho que estaba ahí sentado y nadie decía palabra alguna. Me encontraba sentado a lado de un desconocido amigo de la enamorada de Chicho quien, como él y el resto de los que ocupaban un lugar en esa sala, tenía algo que llamaba mi atención. Ninguno miraba la televisión prendida. Mas bien estaban en un estado de total concentración observando, de forma individual, una pantalla mucho más pequeña: su teléfono celular. Yo no miento. Hago uso por buen tiempo, pero entrecortado, de mi teléfono. Pero trato de no usarlo cuando estoy en comunicación directa con mis padres, hermanos, amigos o quien quiera que fuese. Pues merecen, como muestra de respeto, un contacto visual mientras me comunico con ellos. Entonces ese día me pregunté ¿Por qué mejor no se incorporaban de su sitio, salían de aquella casa y visitaban a la persona con quienes estaban chateando en su celular?
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